viernes, 22 de julio de 2011

Gatillo al cráneo

Se sentó y apoyó ambas manos sobre la mesa de vidrio. Desde ahí, veía sus pies descalzos y sus rodillas dobladas a noventa grados, sus muslos que descansaban en la silla.
Focalizó su mirada en sus manos y en el espacio entre ellas, completamente en contacto con el cristal. Escupió entre ellas. Por unos segundos, miró esa pequeña laguna de saliva, quizás analizando que hacer con ella, quizás midiendo si era suficiente, quizás pensando si realmente lo quería hacer.
Como sometido por un demonio, tal vez uno de los tantos que habitaban en él, sumergió su índice derecho en ese insignificante charco de saliva y, unos centímetros por delante de sus manos, trazó una curva. Volvió a humedecer su dedo, y trazó un par de líneas. Repitió esto las veces suficientes hasta que, sobre la mesa, sobre el cristal, en saliva, era completamente legible un interrogante.
¿vivir?
Permaneció sentado sobre sus glúteos, con sus muslos apoyados, con sus rodillas visibles a través del vidrio, con sus pies descalzos, hasta que la sustancia transparente que provenía de su boca se secó por completo, volviéndose imperceptible para los ojos rutinarios de quienes pusieran un pie en aquel cuarto, con aquella mesa, con aquél vidrio.
No levantó la vista, no tembló ni un segundo de más, sino que, como una sudestada, se levantó y se perdió por el pasillo detrás de la mesa, con el cristal, con su saliva. Se perdió en la oscuridad, mezcló su sombra con la sombra de la escasez de luz. Y se perdió.

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