jueves, 28 de junio de 2012

Hagamos las cuentas

Mientras estoy esperando, se están fugando miles de segundos, que son un montón, porque son miles, y cuando empezamos a ver tantos ceros, a veces nos asustamos, pensamos que no se termina nunca de decir todo lo que en verdad son. 
Esos segundos, podemos compaginarlos, amucharlos en algo que haga menos ruido, y tenemos bastantes minutos, no miles, pero unos cuantos. Y esos minutos, esos pequeñitos marcadores de tiempo, no deben bailar solos, entonces podemos emparejarlos, y volverlos a emparejar, y tendremos algo que nos parezca más silencioso, y tendremos horas, algunas horas. 
A ellas, a las horas, podemos meterlas en un mismo espacio y decirles que se junten en grupitos más reducidos y que anden despacito, muy despacito para que nadie las escuche. Que se vistan de día y también de noche.
Y estos días y estas noches, que se llevan la gloria de la espera, no son nada comparados con los miles de segundos que me senté a contar mientras esperaba, los que se iban de mis manos uno a uno, sin pedir permiso, dejándome un poquito más sola. Porque la espera se vuelve soledad cuando nos da miedo la verdad del tiempo, y el tiempo nos deja solos cuando, por miedo, lo único que hacemos es esperar que las verdades cambien.


Y en sesenta segundos, un corazón normal, late aproximadamente ochenta veces.